Salió el anciano al jardín y vio a Sergei postrado en la orilla del río con las manos juntas que sostenían tres varas de incienso.
– ¡Buen día, Sergei! Muy devoto te encuentro. ¿Invocas al espíritu que anima el río?
– Sí, Venerable Maestro. Se me ha caído al agua el azadón e imploro a la divinidad para que me lo devuelva. Si lo hace, le he prometido tres monedas de oro.
– ¿Tres monedas de oro, Sergei? ¿Sabes cuánto es eso?
– Mucho, mi señor, mucho. Pero la herramienta de trabajo que me diste es el instrumento de mi perfección. Y comprenderás, Maestro, que eso es de valor incalculable.
– Lo comprendo, Sergei, lo comprendo. Pero si ya has terminado tus plegarias, bueno sería que pusieras orden en la cocina no vaya a ser que los espíritus juguetones te lleven las marmitas.
– Sí, Rostro impasible, voy enseguida a prepararte un té bien especiado.
El anciano, muerto de risa, continuó su paseo mientras cavilaba en cómo jugársela al inquieto aspirante.
A la mañana siguiente, cuando Sergei se acercó al río vio maravillado cómo su azadón reposaba en la orilla. Lleno de alegría agarró el azadón y se fue en busca del Maestro que se encontraba tejiendo un canasto.
– ¿Qué ocurre, Sergei, a qué viene ese alboroto?
– ¡El azadón, Maestro, el azadón! ¡Me lo ha devuelto el dios del río!
– ¡Oh, compasiva e interesada divinidad que veneras! ¿Y cómo le vas a pagar las tres monedas de oro que le prometiste?
– Pues me iré de nuevo a la orilla y quemaré seis varas de tu mejor incienso, Maestro.
– ¿Y?
– Pues me postraré y le diré «¡Oh, Espíritu del Río que nos lleva! Ya que me has ayudado a encontrar el azadón, ¡ayúdame ahora a encontrar tres monedas de oro!”
José Carlos García Fajardo
«Bailaré claqué sobre tus sombras», Edit. Miraguano